jueves, 26 de febrero de 2009

R. Descartes - COMIENZO DEL FILOSOFAR

DISPOSICIÓN A LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD

Hace ya mucho tiempo que me he dado cuenta de que, desde mi niñez, he admitido como verdaderas una porción de opiniones falsas, y que todo lo que después he ido edificando sobra tan endebles principios no puede ser sino muy dudoso e incierto; desde entonces he juzgado que era preciso seriamente acometer, una vez en mi vida, la empresa de deshacerme de todas las opiniones a que había dado crédito, y empezar de nuevo, desde los fundamentos, si quería establecer algo firme y constante en las ciencias. Mas pareciéndome muy grande la empresa, he aguardado hasta llegar a una edad tan madura, que no pudiera esperar otra más propia luego para llevar a bien mi proyecto; por lo cuál lo he diferido tanto tiempo, que ya creo que cometería una falta grave si perdiera en deliberar el que me queda para la acción. Hoy, pues, habiendo, muy a punto para mis designios, librado mi espíritu de toda suerte de cuidados, sin pasiones que me agiten, por fortuna, y gozando de un seguro reposo en un apacible retiro, voy a aplicarme seriamente y con libertad a destruir en general todas mis opiniones antiguas. Y para esto no será necesario que demuestre que todas son falsas, lo que acaso no podría conseguir, sino que –por cuanto la razón me convence de que a las cosas, que no sean enteramente ciertas o indudables, debo negarles crédito con tanto cuidado como a las que me parecen manifiestamente falsas– bastará, pues, para rechazarlas todas, que encuentre, en cada una, razones para ponerla en duda. Y para esto no será necesario tampoco que vaya examinándolas una por una, pues fuera un trabajo infinito; y puesto que la ruina de los cimientos arrastra necesariamente consigo la del edificio todo, bastará que dirija primero mis ataques contra los principios sobre que descansan todas mis opiniones antiguas.

Todo lo que he tenido hasta hoy por más verdadero y seguro, lo he aprendido de los sentidos o por los sentidos; ahora bien: he experimentado varias veces que los sentidos son engañosos, y es prudente no fiarse nunca por completo de quienes nos han engañado una vez […]


Descartes, R., MEDITACIONES METAFÍSICAS, I
[Trad. M. García Morente].

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Julián Marías - EL ORIGEN DE LA FILOSOFÍA

EL ORIGEN DE LA FILOSOFÍA
Por el Prof. Julián Marías


¿Por qué el hombre se pone a filosofar? Contadas veces se ha planteado esta cuestión de un modo suficiente. Aristóteles la ha tocado de tal manera, que ha influido decisivamente en todo el proceso ulterior de la Filosofía. El comienzo de su Metafísica es una respuesta a ésa pregunta: Todos los hombres tienden por naturaleza a saber. La razón del deseo de conocer del hombre es, para Aristóteles, nada menos que su naturaleza. Y la naturaleza es la substancia de una cosa, aquello en que realmente consiste; por tanto, el hombre aparece definido por el saber; es su esencia misma la que mueve al hombre a conocer. Y aquí volvemos a encontrar una más clara implicación entre saber y vida, cuyo sentido se irá haciendo más diáfano y transparente. Pero Aristóteles dice algo más. Un poco más adelante escribe: “Por el asombro comenzaron los hombres, ahora y en un principio, a filosofar, asombrándose primero de las cosas extrañas que tenían más a mano, y luego, al avanzar así poco a poco, haciéndose cuestión de las cosas más graves, tales como los movimientos de la Luna, del Sol y de los astros, y la generación del todo”.

Tenemos, pues, como raíz más concreta del filosofar, una actitud humana, que es el asombro. El hombre..., la mayoría de los hombres se extrañan de las cosas cercanas, y luego, de la totalidad de cuanto hay. En lugar de moverse entre las cosas, usar de ellas, gozarlas o tenerlas, se ponen fuera, extrañados de ellas, y se preguntan con asombro por esas cosas próximas y de todos los días, que ahora, por primera vez, aparecen frente a ellos, y por tanto, solas, aisladas de sí mismas por la pregunta: “Qué es esto?”. En este momento comienza la Filosofía.

Es una actitud humana completamente nueva, que se ha llamado teorética, por oposición a la actitud mítica..., según afirma Zubiri. El nuevo método humano surge en Grecia un día, por primera vez en la historia, y desde entonces hay algo más radicalmente nuevo en el mundo, que hace posible la Filosofía. Para el hombre mítico, las cosas son poderes propicios o dañinos, con los que vive, y a los que utiliza o rehuye. Es la actitud anterior a Grecia, y la que siguen compartiendo los pueblos donde no penetra el genial hallazgo helénico. La conciencia teorética, en cambio, ve cosas en lo que antes eran poderes. Es el gran descubrimiento de las cosas, tan profundo, que hoy nos cuesta trabajo ver que efectivamente es un descubrimiento pensar que pudiera ser de otro modo. Para ello tenemos que echar mano de modos que guardan sólo una remota analogía con la actitud mítica, pero que difieren de la nuestra... Por ejemplo, la conciencia infantil, la actitud del niño que se encuentra en un mundo lleno de poderes o personajes benignos u hostiles, pero no de cosas en sentido riguroso.

En una actitud teorética, el hombre, en lugar de estar entre las cosas, está frente a ellas, aparece como extrañado de ellas, y entonces las cosas adquieren por sí solas una significación que antes no tenían. Se muestran como algo que existe por sí mismo, aparte del hombre, y que tiene una consistencia determinada: unas propiedades, algo suyo y que les es propio. Surgen entonces las cosas como realidades que son, que tienen un contenido especial. Y únicamente en este sentido se puede hablar de verdad o falsedad. El hombre mítico se mueve fuera de éste ámbito. Sólo como algo que es, pueden ser las cosas verdaderas o falsas. La forma más antigua de este despertar a las cosas en su verdad es el asombro. Y por esto es la raíz de la Filosofía.

Todo sistema filosófico tiene pretensión de verdad. Por otra parte, es evidente el antagonismo entre ellos, que están muy lejos de la coincidencia; pero ese antagonismo no quiere decir, ni mucho menos, incompatibilidad total.

Ningún sistema puede pretender una validez absoluta y exclusiva, porque ninguno agota la realidad: en la medida en que cada uno de ellos se afirma como único, es falso.

Cada sistema filosófico aprehende una porción de la realidad, justamente la que es accesible desde el punto de vista o perspectiva. La verdad de un sistema no implica la falsedad de las demás, sino en los puntos en que formalmente se contradigan; y la contradicción sólo surge cuando el filósofo afirma más de lo que realmente ve; es decir, las visiones son todas verdaderas –se entiende que parcialmente verdaderas–, y en principio no se excluyen.


Pero además, el punto de vista de cada filósofo está condicionado por su situación histórica, y por eso cada sistema, si ha de ser fiel a su perspectiva, tiene que incluir todos los anteriores como ingredientes de su propia situación. Por esto, las diversas filosofías verdaderas no son intercambiables, sino que se encuentran determinadas rigurosamente por su inserción en la historia humana.

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Karl Jaspers - EL ORIGEN DE LA FILOSOFÍA

EL ORIGEN DE LA FILOSOFÍA (Extracto)


La historia de la filosofía como pensar metódico tiene sus comienzos hace dos mil quinientos años, pero como pensar mítico mucho antes.

Sin embargo, comienzo no es lo mismo que origen. El comienzo es histórico y acarrea para los que vienen después un conjunto creciente de supuestos sentados por el trabajo mental ya efectuado. Origen es, en cambio la fuente de la que mana en todo tiempo el impulso que mueve a filosofar. Únicamente gracias a él resulta esencial la filosofía actual en cada momento y comprendida la filosofía anterior.

Este origen es múltiple. Del asombro sale la pregunta y el conocimiento, de la duda acerca de lo conocido el examen crítico y la clara certeza, de la conmoción del hombre y de la conciencia de estar perdido la cuestión de sí propio. Representémonos ante todo estos tres motivos.

Primero. Platón decía que el asombro es el origen de la filosofía. Nuestros ojos nos “hacen ser partícipes del espectáculo de las estrellas, del sol y de la bóveda celeste”. Este espectáculo nos ha “dado el impulso de investigar el universo. De aquí brotó para nosotros la filosofía, el mayor de los bienes deparados por los dioses a la raza de los mortales”. Y Aristóteles: “Pues la admiración es lo que impulsa a los hombres a filosofar: empezando por admirarse de lo que les sorprendía por extraño, avanzaron poca a poco y se preguntaron por las vicisitudes de la luna y del sol, de los astros y por el origen del un universo.”

El admirarse impele a conocer. En la admiración cobro conciencia de no saber. Busco el saber, pero el saber mismo, no “para satisfacer ninguna necesidad común”.

El filosofar es como un despertar de la vinculación a las necesidades de la vida. Este despertar tiene lugar mirando desinteresadamente a las cosas, al cielo y al mundo preguntando qué sea todo ello y de dónde todo ello venga, preguntas cuya respuesta no serviría para nada útil, sino que resulta satisfactoria por sí sola.

Segundo. Una vez que he satisfecho mi asombro admiración con el contexto de lo que existe, pronto se anuncia la duda. A buen seguro que se acumulan los conocimientos, pero ante el examen crítico no hay nada cierto. Las percepciones sensibles están condicionadas por nuestros órganos sensoriales y son engañosas y en todo caso no concordantes con lo que existe fuera de mí independientemente de que sea percibido o en sí. Nuestras formas mentales son las de nuestro humano intelecto. Se enredan en contradicciones insolubles. Por todas partes se alzan unas afirmaciones frente a otras. Filosofando me apodero de la duda, intento hacerla radical, mas, o bien gozándome en la negación mediante ella, que ya no respeta nada, pero que por su parte tampoco logra dar un paso mas, o bien preguntándome dónde estará la certeza que escape a toda duda y resista ante toda crítica honrada.

La famosa frase de Descartes “pienso, luego existo” era para el indubitablemente cierta cuando dudaba de todo lo demás, pues ni siquiera el perfecto engaño en materia de conocimiento, aquel que quizá ni percibo puede engañarme acerca de mi existencia mientras me engaño al pensar.

La duda se vuelve como duda metódica la fuente del examen crítico de todo conocimiento. De aquí que sin una duda radical, ningún verdadero filosofar. Pero lo decisivo es cómo y dónde se conquista a través de la duda misma el terreno de la certeza.

Y tercero. Entregado al conocimiento de los objetos del mundo, practicando la duda como la vía de la certeza, vivo entre y para las cosas, sin pensar en mí, en mis fines, mi dicha, mí salvación. Más bien estoy olvidado de mi y satisfecho de alcanzar semejantes conocimientos.

La cosa se vuelve otra cuando me doy cuenta de mí mismo en mi situación.

El estoico Epícteto decía: “El origen de la filosofía es el percatarse de la propia debilidad e impotencia.” ¿Cómo salir de la impotencia? La respuesta de Epicuro decía: considerando todo lo que no está en mi poder como indiferente para mi en su necesidad, y, por el contrario, poniendo en claro y en libertad por medio del pensamiento lo que reside en mi, a saber, la forma y el contenido de mis representaciones.

Cerciorémonos de nuestra humana situación. Estamos siempre en situaciones. Las situaciones cambian, las ocasiones se suceden. Si estas no se aprovechan no vuelven más. Puede trabajar por hacer que cambie la situación. Pero hay situaciones por su esencia permanentes, aun cuando se altere su apariencia momentánea y se cubre de un velo su poder sobrecogedor: no puedo menos de morir, ni de padecer, ni de luchar, estoy sometido al acaso, me hundo inevitablemente en la culpa. Estas situaciones fundamentales de nuestra existencia las llamamos situaciones límites. Quiere decir que son situaciones de las que no podemos salir y que no podemos alterar. La conciencia de estas situaciones límites es después del asombro y de la duda el origen más profundo aún, de la filosofía. En la vida corriente huimos frecuentemente ante ellas cerrando los ojos y haciendo como si no existieran. Olvidamos que tenemos que morir, olvidamos nuestro ser culpable y nuestro estar entregados al acaso. Entonces sólo tenemos que habérnoslas con las situaciones concretas, que manejamos a nuestro gusto y a las que reaccionamos actuando según planes en el mundo, impulsados por nuestros intereses vitales. A las situaciones límites reaccionamos, en cambio, ya velándolas, ya cuando nos damos cuenta realmente de ellas, con la desesperación y con la reconstitución: Llegamos a ser nosotros mismos en una transformación de la conciencia de nuestro ser.

Pongámonos en claro nuestra humana situación de otro modo, como la desconfianza que merece todo ser mundanal.

Nuestra ingenuidad toma el mundo por el ser pura y simplemente. Mientras somos felices, estamos jubilosos de nuestra fuerza, tenemos una confianza irreflexiva, no sabemos de otras cosas que de nuestra inmediata circunstancia. En el dolor, en la flaqueza, en la impotencia nos desesperamos. Y una vez que hemos salido del trance y seguimos viviendo, nos dejamos deslizar de nuevo, olvidados de nosotros mismos, por la pendiente de la vida feliz.

Pero el hombre su vuelve prudente con semejantes experiencias. Las amenazas le empujan a asegurarse. La dominación de la naturaleza y la sociedad deben garantizar su existencia.

El hombre se apodera de la naturaleza para ponerla a su servicio, la ciencia y la técnica se encargan de hacerla digna de confianza.

Con todo, en plena dominación de la naturaleza subsiste lo incalculable y con ello la perpetua amenaza, y a la postre el fracaso en conjunto: no hay manera de acabar con el peso y la fatiga del trabajo, la vejez, la enfermedad y la muerte. Cuanto hay digno de confianza en la naturaleza dominada se limita a ser una parcela dentro del marco del todo indigno de ella.

Y el hombre se congrega en sociedad para poner límites y al cabo eliminar la lucha sin fin de todos contra todos; en la ayuda mutua quiere lograr de la seguridad.

Pero también aquí subsiste el límite. Sólo allí donde los Estados se hallaran en situación de que cada ciudadano fuese para el otro tal como lo requiere la solidaridad absoluta, sólo allí podrían estar seguras en conjunto la justicia y la libertad. Pues sólo entonces si se le hace justicia a alguien se oponen los demás como un solo hombre. Mas nunca ha sido así. Siempre es un círculo limitado de hombres, o bien son sólo individuos sueltos, los que se asisten realmente unos a otros en los casos más extremos, incluso en medio de la impotencia. No hay estado, ni iglesia, ni sociedad que proteja absolutamente. Semejante protección fue la bella ilusión de tiempos tranquilos en los que permanecía velado el límite.

Pero en contra de esta desconfianza que merece el mundo habla este otro hecho. En el mundo hay lo digno de fe, lo que despierta la confianza, hay el fondo en que todo se apoya: el hogar y la patria, los padres y los antepasados, los hermanos y los amigos, la esposa. Hay en el fondo histórico de la tradición en la lengua materna, en la fe, en la obra de los pensadores, de los poetas y artistas.

Pero ni siquiera toda esta tradición da un albergue seguro, ni siquiera ella da una confianza absoluta, pues tal como se adelanta hacia nosotros es toda ella obra humana; en ninguna parte del mundo está Dios. La tradición sigue siendo siempre, además, cuestionable. En todo momento tiene el hombre que descubrir, mirándose a sí mismo o sacándolo de su propio fondo, lo que es para él certeza, ser, confianza. Pero esa desconfianza que despierta todo ser mundanal es como un índice levantado. Un índice que prohíbe hallar satisfacción en el mundo, un índice que se señala a algo distinto del mundo.

Las situaciones límites –la muerte, el acaso, la desconfianza que despierta el mundo– me enseñan lo que es fracasar. ¿Qué haré en vista de este fracaso absoluto, a la visión del cual no puedo sustraerme cuando me represento las cosas honradamente?

No, nos basta el consejo del estoico, el retraerse al fondo de la propia libertad en la independencia del pensamiento. El estoico erraba al no ver con bastante radicalidad la impotencia del hombre. Desconoció la dependencia incluso del pensar, que en sí es vacío, está reducido a lo que se le da, y la posibilidad de la locura. El estoico nos deja sin consuelo en la mera independencia del pensamiento porque este le falta todo contenido propio. Nos deja sin esperanzas, porque falta todo intento de superación espontánea e intima, toda satisfacción lograda mediante una entrega amorosa y la esperanzada expectativa de lo posible

Pero lo que quiere el estoico es auténtica filosofía. El origen de esta que hay en las situaciones límites da el impulso fundamental que mueve a encontrar en el fracaso el camino que lleva al ser.

Es decisiva para el hombre la forma en que experimenta el fracaso: el permanecerle oculto, dominándole al cabo sólo fácticamente, o bien el poder verlo sin velos y tenerlo presente como límite constante de la propia existencia, o bien el echar mano a soluciones y una tranquilidad ilusorias, o bien el aceptarlo honradamente en silencio ante lo indescifrable. La forma en que experimenta su fracaso es lo que determina en qué acabará el hombre.

En las situaciones límites, o bien hace su aparición la nada, o bien se hace sensible lo que realmente existe a pesar y por encima de todo evanescente ser mundanal. Hasta la desesperación se convierte por obra de su efectividad, de su ser posible en el mundo, en índice que señala más allá de éste.

Dicho de otra manera: el hombre busca la salvación. Ésta se la brindan las grandes religiones universales de la salvación. La nota distintiva de estas es e! dar una garantía objetiva de la verdad y realidad de la salvación. El camino de ella conduce al acto de la conversión del individuo. Esto no puede darlo la filosofía. Y sin embargo, es todo filosofar un superar el mundo, algo análogo a la salvación.

Resumamos. El origen del filosofar reside en la admiración, en la duda, en la conciencia de estar perdido. En todo caso comienza el filosofar con una conmoción total del hombre y siempre trata de salir del estado de turbación hacia una meta.

Platón y Aristóteles partieron de la admiración en busca de la esencia del ser.

Descartes buscaba en medio de la serie sin fin de lo incierto la certeza imperiosa.

Los estoicos buscaban en medio de los dolores de la existencia la paz del alma.

Cada uno de estos estados de turbación tiene se verdad, vestida históricamente en cada caso de las respectivas ideas y lenguaje. Apropiándonos históricamente éstos, avanzamos a través de ellos hasta los orígenes aún presentes en nosotros.

El afán es de un suelo seguro, de la profundidad del ser, de eternizarse.

Pero quizás no es ninguno de estos orígenes el más original o el incondicional para nosotros. La patencia del ser para la admiración nos hace retener el aliento, pero nos tienta a sustraernos a los hombres y a caer preso de los hechizos de una metafísica. La certeza imperiosa tiene sus únicos dominios allí donde nos orientamos en el mundo por el saber científico. La imperturbabilidad del alma en el estoicismo sólo tiene valor para nosotros como actitud transitoria en el aprieto, como actitud salvadora ante la inminencia de la caída completa, pero en sí misma carece de contenido y de aliento.

Estos tres influyentes motivos –la admiración y el conocimiento, la duda y la certeza, el sentirse perdido y el encontrarse a sí mismo– no agotan lo que nos mueve a filosofar en la actualidad.-


http://es.geocities.com/nayit8k/biblioteca/jaspers.html

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