sábado, 15 de septiembre de 2012

ESCRITOS INTRODUCTORIOS DE «ÉTICA»

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LA MORAL COMO NECESIDAD ANTROPOLÓGICA [1]

 
A pesar de todas las críticas que se han levantado contra la moral nadie es capaz de aniquilarla por completo. Se podrá rechazar una ética determinada, pero todo ser humano, por el simple hecho de existir, está condenado a vincularse con una moral. Por ello se lo ha definido “como un animal que sigue reglas” (R.S. Peters).
 
Aunque la sociobiología haya descubierto en la conducta humana estructuras parecidas al comportamiento de los animales, existe una frontera cualitativa que separa con nitidez ambos mundos. Los seres irracionales siguen ciegamente las leyes de la naturaleza e instintos, que los conducen con una eficacia admirable a la consecución de sus objetivos. No tienen otra moral que el sometimiento a sus imperativos biológicos, teleológicamente ordenados al bien individual y de la especie. Su orientación resulta tan perfecta y adecuada que para actuar bien sólo tienen que dejarse llevar, sin necesidad de poner ningún reparo, por el dinamismo interno de sus propias tendencias. A primera vista, incluso, habría que decir que se encuentran mucho mejor programados y con una dotación mejor de la que el hombre y la mujer poseen. Venimos a la existencia con un cierto defecto de fábrica, como si nos hubiera faltado una revisión final.
 
Dicho de otra manera, nacemos sin estar hechos ni programados por la propia naturaleza. Esta carencia radical con relación a los animales, que catalogaría al género humano como inferior y menos perfecta, se compensa radicalmente por la existencia de la libertad. Si en el animal los estímulos suscitan en cada momento una respuesta determinada y precisa, el ser humano, para vivir con dignidad, no se puede dejar conducir por los simples impulsos anárquicos y desordenados, sino que requiere un ajuste posterior para que su conducta sea integrada y razonable. El animal que sigue las leyes de sus instintos sería un animal perfecto, pero el hombre que respondiera de la misma forma a las exigencias instintivas de sus pulsiones se convertiría en una auténtica bestia. Esta necesidad humana e irrenunciable de modelar nuestro comportamiento brota, por tanto, de nuestras propias estructuras antropológicas. Estamos condenados –queramos o no queramos- a ser éticos.
 
Cuando S. Freud definía al niño como “un perverso polimorfo” expresaba de otra manera esa misma realidad. Necesitamos de una orientación para canalizar las fuerzas anárquicas e instintivas hacia una meta que no se consigue, dejándose conducir pasivamente por ellas. No es ningún desprecio al ser humano, sino la constatación de una tremenda realidad. La psicología humana, como un pedazo de arcilla en manos del alfarero, es tan flexible y maleable que cualquier perversión puede instalarse en ella. Se trata de modelar el principio de placer –anárquico, egoísta, desintegrado- con el principio de la realidad que posibilite el acceso al comportamiento civilizado. Es el paso de la barbarie instintiva a la cultura para construir un mundo humano que nace sobre una naturaleza regida exclusivamente por las necesidades del impulso espontáneo.
 

EL SER HUMANO COMO ARTESANO DE SU PROPIA HISTORIA
 
Educar no es, por tanto, sino el esfuerzo por extrae (educere), desde la realidad íntima de lo natural e informe, una forma de conducta configurada que posibilite la integración dentro de un sistema humano de convivencia. Un trabajo de pedagogía para que la persona no se convierta en un hueso desencajado y molesto para la sociedad, que repercutiría también sobre su propio psiquismo e impediría su desarrollo y maduración. El individuo queda vinculado de esta forma en un amplio mundo de comunicaciones e intercambios que le hace descubrir las reglas fundamentales para vivir en armonía con el grupo. La urgencia de configurar nuestros mecanismos antropológicos es lo que X. Zubiri llamó moral como estructura, como el que intenta crear una obra con los materiales informes que tiene entre manos. Mientras que las opciones concretas y los caminos que se elijan serán diversos de acuerdo con la decisión adoptada. El conjunto de normas y criterios particulares que se escojan para realizar esta tarea será la moral como contenido.
 
La misma etimología de la palabra ética nos da un sentido mucho más rico y profundo de lo que para muchos significa este término. El ethos, en la existencia humana, es la cara opuesta del pathos, como una doble dimensión que cualquier sujeto experimenta. Dentro de esta última acepción entraría todo lo que nos ha sido dado por la naturaleza, sin haber intervenido o colaborado de manera activa en su existencia. Lo llamamos así por haberlo recibido pasivamente, al margen de nuestra decisión o voluntad. Es el mundo que constituye nuestro talante natural, nuestra manera instintiva de ser, que padecemos como algo que nos ha sido impuesto, y que no sirve, como hemos visto, para dirigir nuestra conducta. Ofrece los materiales sobre los que el hombre y la mujer han de trabajar para construir su vida, como el artista esculpe la madera para sacar una obra de arte.
 
Para expresar este esfuerzo activo y dinámico, que no se deja vencer por el pathos recibido, el griego se servía de la palabra ethos, pero con dos significaciones diferentes. En el primer caso, indicaba fundamentalmente el carácter, el modo de ser, el estilo de vida que cada persona le quiere dar a su existencia. Mientras que su segunda acepción haría referencia a los actos concretos y particulares con los que se lleva a cabo semejante proyecto.
 
Tendríamos que decir, por tanto, que la función primaria de la moral consiste en dar a nuestra vida una orientación estable, encontrar el camino que lleva hacia una meta, crear un estilo y manera de existir coherente con un proyecto [2]. La ética consistiría, entonces, en darle a nuestro pathos –ese mundo pasivo y desorganizado que nos ofrece la naturaleza- el estilo y la configuración querida por nosotros, mediante nuestros actos y formas concretas de actuar. Aquí está la gran tarea y el gran destino del hombre y de la mujer.
 
Ser persona exige un proyecto futuro, que determina el comportamiento de acuerdo con la meta que cada uno se haya trazado. Hacer simplemente lo que apetezca es descender hacia la zona de lo irracional, a un nivel por debajo de los animales –cuya conducta queda regulada por los instintos [3], para adoptar como criterio único el capricho y el libertinaje. Toda persona, ineludiblemente, tiene que plantearse el sentido que quiere darle a su vida, la meta hacia la que desea orientarla. Se trata de una pregunta a la que hay que responder de una u otra manera, pues hasta el suicidio supone una respuesta implícita: la vida no merece la pena. La praxis ética se convierte, entonces, en el camino que lleva hacia el ideal y la meta propuesta. Cada uno buscará elegir lo que lo ayude a ese objetivo y evitar lo que constituya un obstáculo. En este sentido, no existe ningún hombre que no tenga algún tipo de moral, pues, aunque rechace alguna en concreto, actuará en función de otra meta diferente.-

 

[1] Este texto y el siguiente, pertenecen a la obra de Eduardo López Azpitarte, CÓMO ORIENTAR LA PROPIA VIDA (Paulinas, Bs.As., 2000. Capítulos 9 y 10, págs. 27-32).
[2] Hablando de Sócrates, Xavier Zubiri comenta: “El vocablo griego ethos tiene un sentido infinitamente más amplio que el que hoy damos a la palabra ética. Lo ético comprende, ante todo, las disposiciones del hombre en la vida, su carácter, sus costumbres y, naturalmente, también la moral. En realidad, se podría traducir por ‘modo o forma’ de vida, en el sentido hondo de la palabra, a diferencia de la simple manera”.
[3] El animal obra de acuerdo a su ser cuando obra por instinto, que es su principio esencial y determinante. Pero el hombre obra de acuerdo a su ser cuando obra libremente, éticamente, no dominado por sus instintos, sino dándole forma a su existencia por medio de su inteligencia y voluntad, de acuerdo a la dignidad de su naturaleza racional.-
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