sábado, 18 de abril de 2009

SEMIOLOGÍA

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NOTA SOBRE “ELEMENTOS DE SEMIOLOGÍA”
Por el Prof. Pablo H. Bonafina


Tal vez sea un buen comienzo para una “nota aclaratoria” proponer que todo “signo” (seméion) que se nos presenta sea considerado como un “referente” o “significante” que posee en sí (y conlleva, al mismo tiempo) un “significado” (cierta idea o imagen); al mismo tiempo que admitiendo que haya en él “algo que dice” (continente) y “algo que se dice” (contenido), y que estos elementos o polos esenciales son, en cierto manera, los prolegómenos mismos de la “Semiología” o disciplina que reflexiona en torno a los “signos” en general.

Se dice que cuando un “referente” conduce “naturalmente”, esto es, “sin mediación de abstracción”, a una “realidad”, estamos ante un “signo”. Por eso parece que un “signo” es, en efecto, un “referente no convencional” sino “real”. Su capacidad-sígnica, de-signadora o de-signante (nótese la presencia del sustantivo en los tres últimos términos adjetivos) le viene “de sí” y no precisa de la mediación de “otro” instrumento para “referir” o “llevar a”. Sucede que no todos los signos son comprensibles de suyo… A éstos signos que necesitan cierta mediación de la cultura y convención racional para su comprensión se los llama “símbolos”.

Un símbolo, es un “referente creado”; un “portador de sentido conferido”. No es algo “dado por la naturaleza”, sino diseñado por un alguien (ya sea un individuo o un determinado grupo humano) para “de-signar”; unir un objeto o concepto con otro, y así conducir a la percepción elaborada por los sentidos de los seres animales y humanos a cierto tipo de evocación y reacción, es decir, comprensión y/o conducta.

Sin ninguna duda que el símbolo más elocuente creado por la razón del hombre es el “lenguaje”, entendido en su amplio y en su triple posibilidad evidente. A saber: el lenguaje gestual, el verbal y el gráfico, según nuestra distinción. Sucede que, muchas veces, los diferentes “lenguajes”, con todos sus recursos, son convertidos en signos por aquellos que le confieren un significado, y lo pretenden (o asumen por) definitivo, y, entonces, estamos ante un problema comprensivo básico. Por ejemplo, en una determinada cultura, el sonido estridente de una “sirena electrónica”, puede llegar a convertirse en un signo de emergencia; pero ninguna sirena se generó sin estipulación humana… Es decir, para nosotros, hoy, tal vez haya muchos “signos pseudo-naturales” (símbolos) que sólo se nos revelen como tales ante un minucioso análisis de su génesis y naturaleza. He aquí una de las tareas de los “filósofos semiólogos”: analizar el tipo de relación entre “referentes o designantes” y “referidos o designados”. Del signo al símbolo hay un largo trecho, y la diferencia entre un signo y un símbolo debe procurarse que sea esencialmente radical e introductoria al estudio de estas cuestiones, a fin de asentar un “concepto matriz” claro y distinto.

A poco que nos relacionemos y comuniquemos, comenzaremos a habituarnos a que los “símbolos lingüísticos o verbales” que llamamos “palabras” nos presenten conflictos semánticos (o sentido), en los que el significado puede ser diverso, “según el contexto” cultural, técnico y cotidiano. Pero parece que hay dos “categorías semiológicas” que, en más de una oportunidad, atentan contra sus propios principios y se vuelven “polisignificacionales” (esto es: poseedores de muchos significados) o, al menos, de alguno poco preciso. Por eso en ésta “nota” trataremos de aclarar a los términos que se predican de algunas “palabras” y hasta “definiciones”, tal como son el ser “vago” y “polísémico”, referido a un concepto-significado de modo gráfico tal como es una palabra.

En principio, debemos decir que un “término”, o palabra, puede ser “vago” cuando su definición no logra brindar o reunir todos los elementos necesarios para hacerse y hacer una idea clara y unívoca de su “significado”. En cambio, “polisémico” es un término que, por sí y de suyo, representa, designa en esa “natural convención” lingüística y cultural, más de un designado o significado, quedando éste término casi sinonímico de “ambiguo”. De modo que una palabra “vaga” no es necesariamente “polisémica”, aunque parezca que sí un término polisémico se define o bien por sus contextos o bien por algunas de sus definiciones, que vienen a auxiliar su “amplitud” semántica, lo que antiguamente se llamaba la “extensión” de un término, ayudándole a crecer en su “comprensión”.

En principio, que una palabra sea “vaga” no excluye el que, además, sea ambigua. Habrá que esperar la elaboración y presentación formal de su definición para poder vislumbrar si ha sabido ponerle los límites suficientes a un término y, luego, si esos límites rodean también su “semeidad”, es decir, su significado. No podemos saber si una palabra es polisémica si no la tenemos definida con precisión. De modo que primero hay que “de-finir”, y luego, “estipular” (aunque lo primero incluya esto último). En cuanto a la “vaguedad”, debemos notar que ella no se confunde ni con la subjetividad, ni con la indeterminación temporal o local o del tipo que sea, de una expresión o palabra. La “indeterminación” de la vaguedad es de carácter “definicional”, no “proposicional”.

El problema esencial y casi permanente, de todos modos, no es tanto el Diccionario o los textos de estudio cuanto el uso cotidiano y vulgar que hacemos de las palabras; y la inexactitud con la que nos expresamos. En vez de crear “neologismos” (nuevos términos) o llamar a las cosas por “su nombre”, nos convertimos, a fin de ser graciosos, muchas veces, irónicos o perspicaces en creadores de “ambigüedad” allí donde se precisaría claridad. Con esta práctica cotidiana no sólo reducimos cuantitativamente nuestro vocabulario, y no lo hacemos crecer, sino que lo empobrecemos. Lo único que puede ayudarnos a “definir” los conflictos lógico-lingüísticos son las “definiciones”. Si a un concepto no se lo limita en su capacidad referencial se lo deja librado a la vaguedad o a la “acepción diccionario”… No siempre podremos apelar al “contexto” para entender el sentido de una palabra o lo que ella signifique. Debemos convenir que la definición sea el “elemento provisorio” para fijar la relación entre “significante-significado”, “designante-designado”, “palabra-significado”.


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Claro que esta “nota” parece un hecho puntual, “intelectual”, “escolar” y desvinculado de nuestras vidas cotidianas, pero no precisamente así. Basta con presenciar una sala de “chat” (o “charla” virtual a través de la InterNet) o la composición o lectura de un “sms” (en inglés “servicio de mensaje corto”: Short Message Service) o “email” (correo electrónico) para darnos cuenta que las palabras se están volviendo, para las nuevas generaciones, algo tedioso, “pesado”, y, por lo mismo, digno de ser abandonado, “resumido”, abreviado.

Es de conocimiento universal que la Real Academia Española no se opone al fenómeno de la “abreviación”, por eso el Diccionario comienza con una larga lista de “abreviaturas oficiales” que se podrían eventualmente usar. Pero nosotros, en la práctica cotidiana, siempre “vamos un poco más allá” de lo normado… y ya nos comunicarnos a cualquier precio. No importa el acto de ridiculizar los términos que realidades más bonitas, venerables o sagradas pueden llegar a expresar; nos estamos “deglutiendo” la Lengua.

Parece que en este “clima multiculturalista posmoderno” en el que nos guiamos por resultados y éxitos, el lenguaje no se ha quedado atrás. No nos engañemos. No estamos en un mundo que se fija en la “economía de símbolos” (es decir, el arte o praxis de la utilización de la menor cantidad de recursos con la que alcanzar la mayor eficacia), sino, en la mayoría de los casos, ante la intención de la instalación de una cultura de la ignorancia, de la vagancia y del mal gusto, abalada, sostenida y, en algunos casos, provocada, por todos los que tenemos la tarea de “educar” e “instruir”. –Lo cuál nos puede conducir sólo a una decadencia mayor, en materia de comunicación, para empezar…

Pero debemos saber que nuestra “mala expresión generalizada” no será un suceso sin consecuencias. El “padre de la semiología”, Charles S. PIERCE, sostenía que “la trama y la urdimbre de todo pensamiento y de toda investigación son los símbolos, y la vida del pensamiento y de la ciencia es la vida inherente a los símbolos; de modo que es erróneo decir simplemente que un lenguaje adecuado es importante para un pensamiento correcto, pues es la misma esencia de éste”. En efecto, desde la admisión de este principio, tal vez lo peor sea desconocer o desatender que pensamos también con los “signos convencionales” que construimos; y que en la comunicación se da en un dinámico proceso de retroalimentación entre “realidad-signo /y/ símbolos-palabras”, que no cesa; que sufre, debe y puede sufrir modificaciones, pero que éstas deben realizarse con cierto sentido y criterio (aunque sea “por convención”). “Convención” no es una “realidad violenta”, sino una “im-poner” (un “poner-dentro”, un “internalizar”) un término o sentido en un grupo a fin de poder expresarnos del mismo modo, con un mismo “código simbólico”.

No podemos no pertenecer a una lengua, así como pertenecemos a una cultura, así como tampoco podemos dejar de enseñarnos (y devorar) por ella –tal vez, así, pero sólo así, desde su seno, podamos ensayar un aporte válido y sensato que alcance la aprobación de nuestra comunidad lingüística o parlante. Mientras tanto, no podemos claudicar en nuestra tarea de seguir aprendiendo, porque “las palabras”, si bien son símbolos arbitrarios y provisorios, por su misma génesis cultural, siguen siendo elementos privilegiados, adecuados y válidos, de los que dispone la especie humana para su comunicación cotidiana.-

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“EL VALOR DE LOS SÍMBOLOS ESPECIALES”
Por el Prof. Irvin Copi

Los razonamientos formulados en castellano o en cualquier otra lengua natural son a menudo difíciles de evaluar debido a la naturaleza vaga y equívoca de las palabras usadas, a la anfibología de su construcción, a los modismos engañosos que puedan contener, a su estilo metafórico potencialmente confuso y al elemento de distracción derivado de cualquier significación emotiva que se les pueda atribuir. Aun cuando puedan resolverse estas dificultades, subsiste el problema de determinar la validez o invalidez de los razonamientos. Para evitar esas dificultades periféricas, es conveniente crear un lenguaje simbólico artificial libre de defectos, al cual puedan traducirse los enunciados y los razonamientos del lenguaje natural.

El uso de la notación lógica especial no es peculiar de la lógica moderna. Aristóteles, antiguo fundador de la materia, usó variables para facilitar su propia labor. A este respecto, aunque la diferencia entre la lógica moderna y la lógica clásica no es de esencia, sino de grado, esta diferencia de grado en sí misma es enorme. La mayor extensión en que la lógica moderna ha desarrollado su propio lenguaje técnico especial la ha convertido en un instrumento para el análisis by la deducción inconmensurablemente más poderoso. Los símbolos especiales de la lógica moderna nos permiten exponer con mayor claridad las estructuras lógicas de proposiciones y razonamientos cuyas formas pueden resultar oscurecidas por la pesadez del lenguaje ordinario.

Otra utilidad adicional que presentan los símbolos especiales del lógico es la ayuda que prestan en el uso y manejo real de enunciados y razonamientos... La adopción de una notación lógica especial facilita grandemente la derivación de inferencias y la evaluación de los razonamientos... “Con la ayuda del simbolismo, podemos efectuar por medio de la vista y de manera casi mecánica transiciones en el razonamiento que exigirían, sin aquél, el uso de las facultades superiores del cerebro” (Alfred Noth Whitehead).

Desde este punto de vista, llegamos a la conclusión de que no incumbe a la lógica el desarrollo de nuestras facultades de pensamiento, ¡sino el desarrollo de técnicas que nos permitan avanzar sin tener que pensar!.


INTRODUCCIÓN A LA LÓGICA. Eudeba, Bs. As., 1964.